El culto a Nuestra Señora de Nequetejé
 
Hace (30) meses
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El libro El diosero de Francisco Rojas González, publicado en 1952, dedica uno de sus capítulos a describir el nacimiento del culto en una comunidad hidalguense a Nuestra Señora de Nequetejé, imagen que corresponde nada menos que a La Gioconda de Leonardo, mejor conocida como La Monalisa, que fue venerada en esa comunidad hidalguense.

Nequetejé es a decir de Francisco Rojas González, “una aldehuela perdida en la Sierra Madre”, ubicada en las fronteras del Valle del Mezquital, dentro del municipio de Itzmiquilpan, lugar habitado por los primeros indígenas castellanizados, que fue fuente de infinidad de trabajos realizados por investigadores extranjeros a través del Instituto Lingüístico de Verano, sobre todo en las décadas 40 y 50 del siglo XX. Una de ellos, forjador de uno de los mitos más extraños de que se tenga memoria.

En efecto, a finales de la década de los años 40 del siglo XX, una joven norteamericana, pasante en Psicología Social, llegó al pueblo de Nequetejé, con objeto de estudiar las reacciones de los pobladores ante las obras clásicas del arte occidental, llevaba la investigadora consigo un álbum de bellas reproducciones en color de las pinturas que más visitas recibían en los museos de Europa: El Napoleón de Jacques David, el retrato de Isabel de Valois, de Alonso Sánchez Coello, La Gioconda , mejor conocida como Monalisa de Leonardo Da Vinci y otras más.

La dinámica a la que fueron sometidos los habitantes de Nequetejé consistía en mostrarles las imágenes y observar su reacción, apuntando las frases pronunciadas por los lugareños. Niños, adultos y ancianos desfilaron frente a las diversas imágenes que les presentaba la investigadora, atenta a su reacción inmediata. En auténtico sentido de comparación los indígenas pasaban y repasaban las imágenes mostradas, nunca antes vistas por ellos. Al terminar la revisión del álbum regresaban a una solo, a una: La Gioconda, de Da Vinci, exclamando calificativos como “Esta es la más chula” o “Ninguna como esta” y otros en el mismo tenor, situación que se documentó de inmediato por la estudiante extranjera.

Después de haber agotado la visita de todo aquel que quiso hacerlo, la psicóloga redactó en su libreta las conclusiones de aquella dinámica y se dispuso a llevarla con el asesor de su tesis a las oficinas del Instituto Lingüístico de Verano en la Ciudad de México; estaba satisfecha con el resultado y demostraría con ello la universalidad de las reacciones humanas ante el arte; la empatía sin fronteras que surge ante lo bello, pero ante todo preparaba ya un capítulo especial sobre homogeneidad de criterios ante la imagen de La Gioconda, de Leonardo. Sin embargo, grande sería su sorpresa al abrir el álbum de imágenes que llevaba y encontrar que la única imagen que faltaba era precisamente esa. “Estaba aquí, en esta página” señalaba con vehemencia y concluía “Me la robaron los indios”. El director de tesis solo acertaba a sonreír ante el estupor de la psicóloga.

Días después, señala Rojas González, tuvo que regresar a Nequetejé, a fin de hacer algunas enmiendas y reafirmar algunos datos del trabajo recepcional. Esta vez no hubo bienvenida ni saludos cordiales, por el contrario, la presencia de la psicóloga intranquilizó a los lugareños. Un pastor amigo suyo le dijo en tono seco y descortés, “sabemos a qué vienes. Cuídate”; un anciano mal encarado se acercó y le dijo casi al oído: “Si te sales con la tuya, pagarás con el pellejo”. La investigadora extrañada le respondió, “pero de que se trata”, y el anciano replicó: “Solo eso te digo… si te lo encaprichas, no saldrás con vida de aquí. No había terminado este diálogo cuando observó que se formaban a su alrededor grupos de indígenas que la miraban con gran enojo, “porqué me ven así” les dijo azorada y, uno de ellos escupiendo en el suelo le dijo envalentonado: “No más pa’mirar, aquíhora te lo mueres”.

La investigadora ya no respondió y se dirigió al templo, seguida muy de cerca por los lugareños. Al llegar observó sorprendida que delate de la cruz que presidía el paupérrimo templo, estaba la imagen de la Monalisa robada de su álbum, enmarcada por un blanquísimo mantel bordado con flores multicolores, del que pendían decenas de “milagros” —corazones dorados y ornamentos con arreglos de cintas rojas, blancas y verdes— todo ello alumbrado con la tenue luz de decenas de velas y veladoras.

La psicóloga quedó estupefacta, pero pudo darse cuenta de lo que sucedía. Los fieles del lugar habían sustituido a la imagen de Cristo por la estampa florentina de Da Vinci del álbum que les había presentado.
Habían buscado afanosamente una imagen que les singularizara y finalmente la habían encontrado, era como ellos, de tez morena y gesto tan enigmático como el de su propia raza y les sonreía como comprendiendo sus penurias y la ancestral pobreza que les aquejaba, era exactamente el reflejo de lo que deseaban encontrar para identificarse y allí estaba.

A partir de entonces se le llamó la Señora de Nequetejé y decían fue una imagen muy milagrosa. Su culto, dice Rojas González ,“se extendió por la región, e indígenas de muchas leguas a la redonda venían a visitarla en nutridas procesiones, que tras orar y colocar veladores a sus plantas terminaban con la ejecución de danzas pintorescas y cantos folclóricos, así veneraron la estampa impresa que, según señalaron, les identificaba con sus penurias y les brindaba consuelo con su enigmática sonrisa”, Un día hace algunos años un sacerdote se la llevó con el pretexto de restaurarla según dicen los lugareños, sin que hasta la fecha la haya regresado.

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