Doscientos años de ser libres – Columna de Juan Manuel Menes Llaguno
 
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Doscientos años de ser libres - Columna de Juan Manuel Menes Llaguno
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Hoy México conmemorará el segundo centenario de la consumación de su Independencia, fecha que otrora —hasta bien entrado el siglo XIX— era considerada como la más importante en nuestro calendario cívico y dentro de la que, entre otras cosas, se reconocía como consumador de tal acontecimiento a don Agustín de Iturbide, militar criollo que formó parte del Ejército Realista, quien terminó liderando a las fuerzas independentistas del ejército Trigarante, que el jueves 27 de septiembre de aquel 1821 entraron en la capital del país, para recibir el reconocimiento de la libertad que el último virrey de la Nueva España, don Juan O’Donojú, entregó a las fuerzas comandadas por Iturbide.

Habían trascurrido 11 años y 11 días desde que el padre Hidalgo inició el movimiento Insurgente, en el pueblo de Dolores, en la intendencia de Guanajuato, periodo durante el que muchos insurgentes escribieron capítulos de gloria en la lucha por la libertad, primero con Hidalgo, Allende, Jiménez, Abasolo y Aldama; luego, con Morelos, Matamoros, los Galena, Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo; en seguida con Francisco Xavier Mina, solo por mencionar a los héroes más importantes de esa extraordinaria gesta de nuestra historia.
Para el 11 de noviembre de 1817 al ser fusilado, el movimiento insurgente estaba ya en agonía, merced a la dura campaña emprendida en su contra por Félix María Calleja, primero como encargado de reprimir a la insurgencia y luego como virrey, entre marzo de 1813 y septiembre de 1816; sin embargo, el mayor daño sufrido por las huestes insurgentes fue ocasionado por el virrey Juan Ruiz de Apodaca —septiembre de 1816 y mayo de 1820—, el que mediante una intensa política pacifista —ofreció indulto a todo insurrecto que dejara las armas— causó más bajas entre la tropa y oficialidad de los insurgentes, que las campañas militares de Calleja.
A consecuencia de lo anterior para principios de 1820, la llama de la insurgencia estaba prácticamente apagada, solo Bravo y Guerrero la mantenían en unión con otro pocos, pero ya no eran considerados como parte del movimiento iniciado por Hidalgo, eran más bien jefes de gavillas, que atacaban y asolaban pueblos y haciendas en busca del sustento y luego se retiraban a las montañas de Guerrero o Oaxaca, donde era difícil localizarlos.
Sin embargo, un hecho vino a cambiar los acontecimientos en la entonces Nueva España; el 19 de marzo de 1812 —ocho años atrás— se juró en España la primera Constitución del reino, aprobada por las Cortes de Cádiz, mientras el rey permanecía preso en Francia, tras ser liberado el 4 de mayo de 1814, Fernando VII, abjuró de la Constitución e instauró y nuevamente la Monarquía Absoluta en todos los reinos europeos, americanos y asiáticos dependientes de España.

El pueblo terminó inconformándose con esta decisión y tras triunfo de la revolución de Del Riego, en marzo de 1820, el monarca español quedó obligado a jurar la Constitución de Cádiz, lo que hizo el 8 de marzo de 1820.

La aplicación de este instrumento legal trajo aparejadas nuevas políticas dentro de todo el reino, entre ellas la igualdad de todos los nacidos dentro de los territorios del reino hispano, con lo que se puso fin a los privilegios de que gozaban los españoles peninsulares —nacidos en la metrópoli— para ejercer cargos públicos, en la administración, la milicia y la religión.

Ante tal situación, los peninsulares novohispanos, reunidos en torno al canónigo Matías de Monteagudo —otrora Inquisidor— en el templo de la profesa de la Ciudad de México, decidieron impulsar una Independencia ficticia, para conseguir un país proclive a continuar con los privilegios que les otorgaba el antiguo gobierno monárquico, en este contexto decidieron poner al frente del ejercito realista novohispano a Agustín de Iturbide, simpatizante de estas ideas. Pero Iturbide sufre dos reveses al enfrentarse al insurgente Vicente Guerrero, con quien decide pactar y dar la espalda a los españoles que le promovieron. En este contexto de ideas, tras reunirse Iturbide con Guerrero en Acatempan, ambos suscriben el plan de Iguala, en el que se declaraba la Independencia de Nueva España, mismo que debieron reformar días después en Córdova ya con la intervención de Juan O’Donojú, el virrey enviado por España a negociar el reconocimiento de la Independencia; así, con la unión de las tropas, insurgente y realista, se conformó el llamado Ejército Trigarante.

Las campañas de Iturbide, Guerrero, Bravo, Bustamante y otros militares, pronto logran la adhesión de las diferentes intendencias y provincias novohispanas, de modo que el movimiento se esparció en menos de un año por los cerca de 4 millones de kilómetros cuadrados de Nueva España —considerados los territorios arrebatados a México por los Estados Unidos y los de Centroamérica que más tarde se separaron— El jueves 27 de septiembre de 1821 el Ejército Trigarante, en el que desfilaron entre otros: 94 efectivos del regimiento de caballería de Zacualtipán; 324 dragones de Tulancingo y 132 de Apan, hizo su entrada en la Ciudad de México, fecha en la que O’Donjú, reconoció la Independencia de este país.

Por ello se afirma, no sin razón, que así como la conquista de Tenochtitlán, es imposible de entender sin la ayuda que recibió Cortés de los naturales habitantes del territorio mesoamericano sojuzgados por los mexica —tlaxcaltecas, otomíes y otros — la independencia del país no puede explicarse sin el auxilio de los propios españoles peninsulares radicados en estas tierras, ¡fue cosa de intereses! La imagen que ilustra corresponde a un cuadro alegórico de la entrada del Ejercito Trigarante en la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, hoy hace 200 años.

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