Dos libros
 
Hace (95) meses
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Víctor Hugo está en la playa. Alguien le pregunta: “¿Qué haces?”. Responde: “Estoy contemplando el mar”. Víctor Hugo lee en su sala a Shakespeare. Le pregunta alguien: “¿Qué haces?”. Responde: “Estoy contemplando el mar”. Vasto, profundo y cambiante como un océano; siempre el mismo y diferente siempre; con sonrisas y furias; infinito, eterno; así es el bardo inglés. Yo lo leí todo de joven, y traduje desmañadamente, palabra por palabra, el Hamlet. La maestra Margarita Quijano -de ella se decía que fue la última musa de Ramón López Velarde-, altiva y hermosa todavía en aquellos años finales de la década de los cincuenta, me miró extrañamente cuando en su clase de Literatura Dramática Comparada, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, aventuré la aventurada idea de que la reina adúltera no dirige su triste súplica final, “O my dear Hamlet”, a su brumoso hijo, sino al marido cuya muerte provocó. Y Cervantes. Mi padre tomó el dinero que había ahorrado fatigosamente para poder pagar un telescopio con el que miraría la Luna desde la azotea de la casa, y con esa suma me compró la bella edición del Quijote ilustrado por Doré -cuatro tomos empastados en tela roja y piel de color beige, de W.M. Jackson- que soñaba yo tener, adolescente en vida y libros. Don Mariano renunció a su sueño para cumplir el mío. Creo haber leído en algún lado que Dostoiewsky dijo que al llegar a la presencia del Señor éste le preguntaría: “¿Quién eres?”. Respondería: “Soy un hombre”. Inquiriría Dios: “Y ¿qué hizo el hombre para merecer la salvación?”. Contestaría él: “Escribió el Quijote”. Triste es la historia de ese loco que al final de su vida tuvo la desdicha de volverse cuerdo, y del escudero que adquirió la bella locura de su señor -locura de amor era ésa- cuando en los nidos de antaño ya no había pájaros hogaño. Envidio insanamente a quienes no han leído aún a Shakespeare y a Cervantes: tienen frente a sí un goce que ya no podré yo sentir como la primera vez. Irán conmigo para siempre, sin embargo, las sombras del español y del inglés, y a mi lado caminarán sus personajes, con mayor realidad que la mía; eternos ellos, pasajero yo. Narraré ahora dos chascarrillos, uno blanco y otro no, a fin de aligerar la pesadez de la anterior gravedosa perorata. Sor Bette era una dulce monjita que gustaba de contar hermosos cuentos a los niños. Una vez tuvo que trabajar lazradamente para encementar la vereda que atravesaba el jardinillo del convento. Descansaba en su celda cuando oyó gritos y risas de chiquillos. Al salir vio que los chamacos del catecismo estaban poniendo en el cemento sus manos y sus pies, y grababan en él sus iniciales. Tomó una escoba y la emprendió contra ellos al tiempo que les gritaba hecha una furia: “¡Sinvergüenzasbribonesmalnacidos!”. La madre portera se acercó y le dijo con tono de reproche: “Hermana: creí que amaba usted a los niños”. “Los amo -respondió, hosca, sor Bette-. Pero en abstracto, no en concreto”. El cuento que ahora sigue es sumamente rojo. Las personas con pudicia deben abstenerse sumamente de leerlo. Biendotato Grandpitier, apodado -no sé por qué- el Pichón, llegó a su casa a medias de la noche después de haber estado varias horas en la taberna del lugar. Llevaba consigo un enorme pavo horneado. Le preguntó con asombro su mujer: “¿Y ese pavo?”. Respondió él: “Me lo gané en un concurso en la cantina”. Inquirió la señora: “¿Qué concurso fue ese?”. Relató Grandpitier: “El dueño del local dijo que le daría el pavo al hombre que tuviera el más grande atributo varonil. Yo obtuve el premio”. “¡Cielo santo! -profirió escandalizada la mujer-. ¡No me digas que exhibiste ahí toda esa cosa!”. “No toda, mi amor -la tranquilizó el Pichón-. Nada más lo suficiente para ganar”. FIN. 

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