Don Augurio
 
Hace (62) meses
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Don Augurio Malsinado se quitó la vida anoche. Se suicidó, para decirlo en términos más claros. Mis cuatro lectores habrán de recordar a ese pobre señor cuyo nombre varias veces cité aquí. Un hado adverso lo persiguió con saña. La fatalidad se abatió siempre sobre él. No ha de extrañar, entonces, que haya escapado por la puerta falsa. Así llamaban los periódicos de antes al suicidio: puerta falsa. En mi opinión no hay puerta más verdadera que la que abre para salir de la vida quien renuncia a ella. Yo compadezco a los suicidas, pero en secreto siento una especie de admiración por ellos. Tienen el supremo valor de renunciar al bien supremo. Imponen su voluntad sobre el instinto más fuerte: el de conservación. Generalmente a nadie culpan de su muerte, y al hacerlo aciertan pues nadie es nunca culpable de un suicidio, ni siquiera el suicida mismo. En alguna parte leí que hay quienes nacen con una extraña propensión a suicidarse, y no cejan hasta cumplir su intento. Parece ser que los suicidas sufren un desorden químico en el cerebro que anula en ellos la voluntad de vivir y los conduce a esa extrema determinación. Cuando se matan no son ellos mismos. Quién sabe. En todo caso hemos de comprenderlos. La Iglesia Católica castigaba severamente a los suicidas. Les negaba las exequias de la religión y la sepultura en terreno consagrado. Y sin embargo supe de un santo sacerdote que tuvo piedad para un desdichado que se mató arrojándose a un río desde lo alto de un puente. Dijo: “Acojámoslo. Quizás entre el puente y el río le pidió perdón al Padre”. No dudo que todos los suicidas hagan lo mismo en el brevísimo instante que media entre la vida y la muerte. Piden perdón a Dios y a aquéllos que sufrirán por causa de su decisión. No lo sabemos. Pero la falta de conocimiento la suple la compasión humana. Advierto, sin embargo, que estoy olvidando a don Augurio. Ya he dicho que fue un desventurado. Nunca conoció la dicha. Tuvo una niñez difícil, una penosa juventud y una miserable vida adulta. No disfrutó un solo momento de felicidad. Todo le salía mal. Aun a riesgo de incurrir en ordinariez pondré un ejemplo de su infortunada suerte: siempre que estrenaba zapatos le sucedía pisar una caca de perro. Aconteció que en unos cuantos días se le acumularon una serie de calamidades. Perdió el trabajo; lo abandonó su esposa; sus hijos le volvieron la espalda. Fue entonces cuando decidió privarse de la vida. Pero ¿cómo hacerlo? Habría sido fácil pegarse un tiro, mas no tenía pistola. ¿Ahorcarse? No quería llegar a los extremos que hacen quienes se cuelgan de una cuerda. ¿Ahogarse? No había cerca un río o lago para arrojarse a él. ¿Asfixiarse con gas? Tenía suspendido el servicio. ¿Lanzarse de lo alto de un edificio? Sufría de temor a las alturas. ¿Cortarse las venas? El pensar en la sangre lo aterrorizaba. ¿Envenenarse? ¿Con qué? Don Augurio se angustiaba, pues quería suicidarse pero no sabía cómo. Anoche, por azar, pasó frente a una gasolinera. Miró en ella un caos tremendo. Había larguísimas filas de automóviles cuyos conductores se desesperaban, pues tenían muchas horas ya haciendo cola para poder comprar unos cuantos litros de gasolina. Se registraban choques; algunos automovilistas se tomaban a puñetazos cuando uno trataba de meterse en la fila. De pronto apareció un letrero: “Agotado el combustible. Gasolinera cerrada por tiempo indefinido”. Un vocerío de cólera se elevó de la airada muchedumbre. En ese momento don Augurio supo cómo suicidarse. Trepó a la capota de uno de los automóviles, abrió los brazos y gritó a todo pulmón: “¡Es un honor estar con Obrador!”. Los forenses buscan todavía los pedacitos de su cuerpo. FIN.

 

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