Deseo navideño
 
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Cuando el PRI arrasó en las elecciones de 1991, muchos temimos que la popularidad del presidente Salinas de Gortari no solo le alcanzaría para concluir el sexenio con vítores, sino para controlar el siguiente y, obviamente, para frenar en seco la transición democrática que ya estaba en curso, encabezada por el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, tres años después, el mismo pueblo que aplaudía y justificaba todas las decisiones del presidente Salinas se volvió en contra suya.

Sí, es verdad que el pueblo es muy sabio. Pero también es cierto que la masa reacciona de manera impulsiva: cambia de parecer repentinamente y un buen día puede asumir posiciones opuestas a las del día previo. Sabemos que mientras más honda es la devoción que profesa a sus líderes, más profunda puede ser la decepción y más enconado el resentimiento. Así como puede dotarlos de cualidades superhumanas, asegurando que jamás se equivocan, que no tienen pensamientos oscuros, que todo lo que hacen, dicen, piensan y sueñan es bueno, así también pueden (y suelen) convertir el amor en reproche y la confianza en indignación.

Elías Canetti estudió ese tema a fondo. En 1960 publicó Masa y Poder, el mejor ensayo que se haya publicado hasta ahora sobre el dominio (y la paranoia) de los poderosos, a partir de la obediencia y el culto masivo a la personalidad. Estudió a los reyes de los pueblos originarios de África y a los sultanes asiáticos y escribió, por ejemplo, esto: “Si el rey de Monomotapa tenía cualidades buenas o malas, cualquier dolencia física, una tara, un vicio o una virtud, sus camaradas y su servidumbre se esforzaban en imitarlo. Si el rey era cojo, sus camaradas renqueaban. Ya de la antigüedad nos informan Estrabón y Diódoro que cuando el rey de Etiopía era mutilado en cualquier parte de su cuerpo, todos sus cortesanos debían sufrir la misma mutilación”.

“Cuando en la corte de Uganda reía el rey —sigue Canetti—, reían todos; cuando estornudaba, estornudaban todos; cuando tenía un enfriamiento, todos aseguraban tenerlo; si se le cortaba el pelo, todos se hacían cortar el pelo. Esta imitación de los reyes, por lo demás, no está por cierto restringida a África. En la corte de Boni, en Célebes, era costumbre que los cortesanos hicieran todo lo que el rey hacía. Si éste estaba de pie, ellos estaban de pie; si estaba sentado, estaban sentados; si se caía de su caballo, se caían de los suyos. (…) Desde China nos informa un misionero francés: cuando el emperador de China ríe, ríense también los mandarines. Apenas deja de reír, también dejan ellos. (…) La ejemplaridad del rey es general. (…) Todos hacen lo mismo, pero el rey lo hace primero. También la aclamación y el aplauso pueden considerarse expresión de una voluntad de multiplicación. (…) Muy pocos son capaces de sustraerse a la obligación que emana de mil manos aplaudientes: la producción del aplaudido tiene que multiplicarse”.

Todo eso perdura hasta que el aplauso se convierte en chiflido. Entonces la multiplicación vuelve a ocurrir, pero en sentido opuesto, pues muy pocos se resisten al poder de la masa que ahora ruge de furia: desengañada, la misma multitud que encumbró al líder, lo denuesta: del altar pasa al escarnio. Es así, porque —como se atribuye a Lincoln— “puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas de ellas, todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”.

Deseo muy sinceramente que la sabiduría popular haga posible que el destino del presidente López Obrador, quien ha usufructuado el respaldo de la masa hasta la última gota para difamar, ofender, calumniar, denigrar y amenazar a quienes no le rendimos culto, sea, con justicia, el mismo que el del presidente Salinas: que le vaya muy bien y que disfrute su vida.

Mauricio Merino |  Investigador de la Universidad de Guadalajara

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