Contra la máquina
 
Hace (43) meses
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De 1981 a 1984 viví en Berlín Oriental. La Guerra Fría pasaba por uno de sus periodos más candentes. La Unión Soviética había emplazado cerca de 400 cohetes SS-20 hacia Occidente; Ronald Reagan habló del Imperio del Mal y apoyó la instalación de cohetes Pershing II en suelo alemán, que podían alcanzar Moscú en unos minutos. En 1983 Hollywood contribuyó a la paranoia con la película El día después y alteró nuestro inconsciente. De noche, soñábamos con las densas llamas del estallido nuclear. Esa época fue apropiadamente descrita como “el equilibrio del espanto”.

Conocí entonces al general Marco Antonio Guerrero, agregado militar de México en Moscú, quien luego sería subsecretario de Defensa. El movimiento Solidarnosc había puesto en jaque al gobierno polaco y se temía que la URSS invadiera ese país. Hablamos del tema y el general dijo: “No pueden descuidar su frente de guerra”. Comenté que entre la OTAN y el Pacto de Varsovia estaban las dos Alemanias. “En una guerra nuclear, las Alemanias no cuentan: serían la línea de fuego”, fue su alarmante respuesta.

El 31 de agosto de 1983, el vuelo 007 de Korean Air incursionó por error en territorio soviético y fue derribado por un avión caza. 269 personas murieron.

Yuri Andrópov gobernaba la URSS después de haber dirigido la KGB. Profesional de la sospecha, estaba seguro de que Reagan lanzaría un ataque inesperado. La muerte de 269 civiles, entre ellos un congresista de Estados Unidos, era un pretexto ideal para hacerlo.

El 25 de septiembre, el teniente coronel Stanislav Petrov se dirigió a un sitio que no estaba en el mapa, a 90 kilómetros de Moscú: la estación Oko. Formado como ingeniero, tenía a su cargo el sistema de alerta temprana nuclear. En las primeras horas del 26, una sirena cimbró su oficina. El satélite Kosmos 1382 informaba que un misil nuclear había sido disparado desde la base militar de Malmstrom, Montana. En 1983 nada era tan verosímil como un ataque sorpresa. Pero Petrov guardó la calma. Poco después, la sirena volvió a sonar: otros cinco misiles se dirigían a territorio soviético; en media hora darían en el blanco.

Petrov tenía tres fuentes de información: la computadora que procesaba los datos del satélite, las imágenes que llegaban de la estratósfera y los radares. El tercer medio era el más confiable, pero también el más tardío, pues sólo detectaría los cohetes cuando llegaran a la URSS. Las imágenes no mostraban nada extraño; en cambio, la computadora anunciaba un ataque. La tercera guerra mundial dependía de la decisión de Petrov. El documental danés El hombre que salvó al mundo, dirigido por Peter Anthony, recupera ese momento decisivo. Si Petrov informaba a sus superiores, el botón rojo sería activado; 750 millones de personas morirían y 340 millones serían heridas de gravedad. Ante la mirada expectante de sus subordinados dijo: “Falsa alarma”.

Rusia dormía mientras la estación Oko aguardaba la respuesta definitiva del radar. El diagnóstico de Petrov resultó certero: el cielo estaba despejado. De haberse equivocado, un contraataque habría sido imposible. Petrov evitó una guerra nuclear, pero fue castigado por indisciplina. El tema se silenció para no revelar la falla de la tecnología soviética (el satélite había confundido reflejos solares con misiles y la computadora no filtró ese error).

Petrov perdió a su esposa, cayó en el alcoholismo y tuvo que cultivar papas para comer. Cuando la URSS dejó de existir, fue reivindicado por los antiguos adversarios. Recibió honores en Estados Unidos, pero rehuyó la fama. En 2017 murió en soledad, a los 77 años.

¿Qué motivó su decisión? El mundo se salvó porque estaba de guardia alguien con formación civil, que no solo acataba órdenes. Petrov actuó por intuición, pero lo hizo al modo de un ingeniero que acostumbra calcular. Según dijo a la revista Der Spiegel en 2010, no pensó en los millones de víctimas ni en su familia, sino en cucharadas de té: nadie vacía una jarra a cucharadas. En caso de ataque, Estados Unidos dispararía mil cohetes, no seis. Esta explicación técnica se complementó con otra: la computadora podía fallar.

“Somos más sabios que las computadoras”, comentó. Esa fue la auténtica disyuntiva de Petrov: la humanidad o la máquina. En la madrugada de los nervios, desconfió de las computadoras y salvó a un mundo que cada vez confía más en ellas.

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