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Hace (35) meses
La utilidad del arte
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Para Mayté Romo, por el café

1: (Primera parte de II) Cuando yo era chico, en Pringles, había dueños de autos que se jactaban, sin mentir, de haberlos desarmado “hasta la última tuerca”, y haberlos vuelto a armar. Era una proeza bastante común y, tal como eran los autos entonces, bastante necesaria para mantener una relación sana y confiable con el vehículo. En un viaje largo, había que levantar el capote varias veces, cada vez que el auto “se quedaba”, para ver qué andaba mal. Antes, en las eras heroicas del automovilismo, al lado del piloto iba el mecánico, que después se degradó a copiloto. Y recuerdo que cuando las mujeres empezaron a conducir, uno de los argumentos fuertes en contra era que no entendían de mecánica: solo podían aspirar a “usar” el auto. En realidad, los bricoleurs de pueblo o de barrio no se limitaban a los autos; lo hacían con toda clase de máquinas: relojes, radios, bombas de agua, cajas fuertes. Hasta hace diez años mi suegro desarmaba periódicamente el lavarropa y lo volvía a armar, solo para asegurarse; cuando compraron uno con programa automático, no pudo seguir haciéndolo. De más está decir que desde que los autos vienen con circuitos electrónicos, el famoso “hasta la última tuerca” perdió vigencia. Hubo un momento, en este último medio siglo, en que la humanidad dejó de saber cómo funcionan las máquinas que usa. Lo saben, en forma parcial y fragmentaria, algunos ingenieros en laboratorios de Investigación y Desarrollo de algunas grandes empresas, pero el ciudadano común, por hábil y entendido que sea, les perdió la pista hace mucho. Hoy día todos usamos los artefactos como usaban antaño las damas el automóvil: como “cajas negras” con un Imput (apretar un botón) y un Output (se enciende el motor), en las más completa ignorancia de lo que sucede entre esos dos extremos. El auto no es un ejemplo al azar, porque creo que fue la máquina de más complejidad hasta dónde llegó el saber del ciudadano corriente. Hacia la década de 1950, antes del gran salto, cuando todavía se estaban desarmando autos y heladeras en el patio, circulaba una profusa bibliografía con patéticos intentos de seguirles el rastro al progreso. En las páginas de Mecánica Popular o la recordada hobby se quemaban los últimos cartuchos con artículos sobre el funcionamiento de la propulsión a chorro o el televisor; pero los suscriptores se rendían, desalentados. Hoy vivimos en un mundo de cajas negras. A nadie le escandaliza ignorar lo que sucede dentro del más simple de los aparatos de los que nos servimos para vivir. Solo importa que funcione, como un pequeño milagro doméstico. ¿Quién sabe en realidad cómo funciona un teléfono? Yo tengo una teoría: cada vez que marcamos un número y nos contestan, es porque ha intervenido Dios y ha puesto en acción su omnipotencia para hacer suceder algo que en términos naturales no podría suceder. En el siglo XVII el filósofo francés Nicolás Malebranche construyó una curiosa teoría según la cual entre cada causa y efecto participaba Dios para efectuar la conexión. Desteologizando a ese “Dios”, tenemos una buena explicación general del mundo contemporáneo. El saber de los bricoleurs domésticos se ha desplazado al uso. El Equivalente de aquellos ingeniosos “entendidos” que desarmaban autos son los jóvenes que lo saben todo sobre las computadoras. Salvo que estos jóvenes, aunque desarmen las computadoras (gesto atávico con un contenido ya puramente simbólico) lo saben todo sobre el uso, no sobre el funcionamiento. En todo caso, pueden jactarse de saber sobre el funcionamiento del uso, no sobre los resortes que hacen que la máquina funcione. Lo mismo puede decirse de los profesionales que reparan hornos a microondas o televisores. Lo que ha pasado con las máquinas es apenas un indicio concreto de lo que ha pasado con todo. La sociedad entera se ha vuelto una caja negra. La compilación de la economía, los desplazamientos poblacionales, los flujos de información trazando caprichosas volutas en un mundo de estadísticas encontradas, han terminado produciendo una resignada ceguera cuya única moraleja es que nadie sabe qué puede pasar; nadie acierta con los pronósticos o acierta por casualidad. Eso antes había sucedido con el clima, pero a lo imprevisible del clima el hombre había respondido con la civilización. Ahora la civilización, dando toda la vuelta, se hizo impredecible. Es como si se hubiera clausurado la posibilidad lógica de que haya alguien lúcido o inteligente. No tendría sobre qué emplear su clarividencia, porque ya no hay nada que desarmar y volver a armar. La ciencia sigue empeñada en ese trabajo, pero ahora la ciencia requiere un cuantioso financiamiento que va a una elite dócil al poder, en tanto admite cerrarse sobre sí misma y funcionar ella también, respecto del resto de la sociedad, como una caja negra. Creemos que apretando un botón podemos poner a nuestro servicio las partículas del átomo o clonar vacas y es probable que podamos hacerlo, pero eso no va a ensañarnos cómo se hace. Crece el abismo entre causas y efectos. Dios avanza. Que se estreche el campo de acción de la inteligencia no debería parecernos tan grave si podemos seguir siendo felices. Después de todo, lo que estaría en vías de desaparición no es más que un tipo de inteligencia, que será reemplazado por otro, quizás con ventaja. La inteligencia es un instrumento de adaptación, y mal podría servir para adaptarse a un mundo que ha dejado de existir. No obstante, toda atrofia que nos disminuya, aun con la mejor excusa evolutiva, nos inquieta. Y quizás tenemos un motivo serio de preocupación (…)

2: Escriban sus comentarios, críticas y más críticas y nada de elogios a: [email protected] twitter: @Vidal_Evans

 

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