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Hace (24) meses
Flor del barrio
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En la infancia adoptas mascotas que no vas a cuidar. Un conejo, un ganso o incluso una víbora de agua despiertan en ti entusiasmos que desaparecerán con las obligaciones de alimentar a esas especies y mantener limpio su hábitat. Sólo en la vida adulta te resignas a que los placeres den molestias.

Quienes aman los jardines y los perros aceptan que el césped sea como la tela de Penélope, que avanza y se deshace, sin que por ello se dejen de plantar semillas ni de querer a los autores del estropicio.

He llegado a la conclusión de que los mejores animales pertenecen a una condición intermedia, ni doméstica ni salvaje: los pájaros y las ardillas animan el jardín sin depender de nosotros. Como suele ocurrir, el resto de la familia no es de la misma opinión y necesita que otra especie les muerda las pantuflas.

Esto lleva a otro punto de interés: se puede apreciar a las mascotas de un modo indirecto, por la forma en que mejoran el carácter de los demás. Cuando compras un cachorro, esperas que quien se porte bien sea la familia.
Vuelvo al tema de la adopción de animales. Mi hija ya tenía dos perros en casa de su madre, a los que bautizó con los apropiados nombres de Trapo y Macarrón, cuando encontró a una gatita lastimada en la calle y decidió rescatarla. Le puso un nombre de ciencia ficción que luego se convirtió en una marca comercial y que sustituyó por el de Narnia. El interés de mi hija no podía ser más noble, pero ni Trapo ni Macarrón lo compartieron.

Inés buscó entonces otra salida para el asunto: la casa de su padre, dominada por un gato café con leche al que ella le había puesto Capuchino. Los animales de compañía suelen ser vistos como personas en otro formato. Cometí el error de pensar que un señor otoñal como Capuchino recibiría de buen ánimo a una joven amiga. Nada más falso. El macho alfa, que durante doce años ha mantenido a raya a varias razas de perros, repudió a la intrusa. El primer contacto fue una estruendosa batalla que llenó el aire de pelos. Hablé con veterinarios y me dijeron que todo cambiaría cuando la recién llegada se sometiera. Para nuestro orgullo y preocupación, no se sometió.

Entendí que la única manera de vivir con enemigos consistía en asignarles sitios separados. Cada cierto tiempo cambiaba la ubicación de Narnia y Capuchino para que repartieran su vida entre el jardín y la casa.

Capuchino siguió controlando sus sitios de preferencia; se apoderó de cualquier caja que entrara a la casa y ocupó el sillón donde leo y la silla donde escribo. Narnia, en cambio, descubrió un lugar único, del que se apropió con mística dedicación: la ventana que da a la calle. ¿Extrañaba la vida silvestre que tuvo antes de ser atacada? Lo cierto es que empezó a existir hacia afuera, viendo el mundo a través de un cristal. No interactuaba con ningún visitante de la casa, ni se frotaba contra las piernas con un tenue ronroneo. Aislada, vigilante, miraba la calle.

Tardamos mucho en entender que así se comunicaba con otras personas. Un día recibió una carta en el buzón. Una niña brasileña, que acababa de mudarse a México, la había convertido en su mejor amiga y le contaba su vida.

Incapaz de entrar en su universo, pensé que estaba sola. Cansado de repartir gatos de un cuarto a otro, tomé la misma decisión que mi hija: llevé la gata a casa de mi madre, donde vive hasta la fecha.

Cuando Narnia desapareció de la ventana ocurrió algo singular. “¿Y la gatita?”, preguntaban los vecinos. Hace unos días, y a varios años de distancia de lo que he contado, Victoria Zappi, que vive al otro lado de la calle, tuvo la amabilidad de darme un video filmado en el que su pequeña hija juega con Narnia a través del vidrio.

Hay muchos modos de habitar una casa. Algunos hijos son hogareños; otros, llevan una vida misteriosa y atractiva lejos de nosotros, Capuchino vivía hacia dentro y Narnia hacia fuera (nunca estuvo sola; desde su mirador conquistó al barrio). Como ya no tiene quien la hostigue, ahora lleva otra vida y ha descubierto que las casas tienen parte interior.

Todo esto lleva a una conclusión: lo difícil no es que un gato se adapte, sino que los humanos cambien. Cuando le llevé a Narnia, mi madre me vio con la cariñosa resignación que define el trato filial.

En la vida adulta aceptas que los placeres den molestias, pero si tu madre está presente prefieres que ella cuide a tu mascota.

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