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Hace (72) meses
Invitación al vals
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No supe qué nombre ponerle a este texto. Pensé en llamarlo “Invitación al vals”, como la melodiosa obra de Weber. Otro título que se me ocurrió, menos sonoro, fue “Escena de baile”. Finalmente opté por dejarlo sin título, y que hablaran los personajes de la historia.

La muchacha es hermosa. Está en un baile. Ese baile tiene lugar en un pueblo del norte mexicano. La muchacha ha ido al baile con su mamá y su hermana. No baila, sin embargo: tiene novio. El novio está “en el otro lado”, esto es decir en Estados Unidos, pero vendrá en diciembre para casarse. La muchacha ya está pedida y dada. Por lo tanto no puede bailar. Si está en el baile es porque tiene una hermana que también necesita encontrar novio. Su hermana está bailando con un muchacho que la corteja.

Quizá esa misma noche se harán novios. Es lo que espera la muchacha. Es lo que espera su mamá. Para eso son los bailes. Llega un bailador a nombrar a la muchacha que ya tiene novio. “¿Bailamos, señorita?”. “No”. La respuesta es fría, y es cortante. La muchacha ni siquiera mira al invitador. Pregunta el hombre, amoscado: “¿Por qué no?”. Y ella: “Porque no”. “¿No le gusta el baile?”. “Sí”. “¿Y entonces?”. “No”. A un lado la madre finge no escuchar el diálogo. Bien sabe que su hija sabe bien. No necesita intervenir.

Pero el terco galán insiste. Esgrime un argumento poderoso, el que supone le dará la victoria sobre la firme negativa de la chica. “Concédame por lo menos una pieza, señorita. Usted sabe que al bailar platican las personas. Si se caen bien de ahí nacerá una amistad. Y, quién sabe, con el tiempo las amistades se pueden convertir en algo más. ¿No cree?”.

Al decir eso se acomoda el sombrero. No es su intención acomodárselo: quiere mostrar la mano sin anillo matrimonial. Pero la muchacha ni siquiera se fija. Con el mismo tono indiferente repite una vez más: “No”. El hombre continúa su ataque. Jactancioso, como quien ha combatido otras veces batallas semejantes y al final ha salido triunfador, se recarga en una columna que está junto a la silla que ocupa la muchacha, y desde ahí continúa el asedio, fanfarrón. “¿De veras no va a bailar conmigo?”.

Lo dice con una sonrisilla escéptica, como si aquella negativa fuera algo extraordinario, inverosímil; un acontecimiento insólito que alterara el orden del Universo. Y la muchacha, secamente: “No”. “¿Por qué no?”. (Ya se le están agotando las fórmulas al hombre). “Porque no”. “¿Está cansada?”. (El baladrón quiere salvar la cara). “No”. Ella ni siquiera se molesta. No vale la pena. ¿Para qué? La gente a su alrededor se ha dado cuenta de lo que pasa, y algunos sonríen al ver cómo la gallina se está comiendo al coyote.

La sonrisa del hombre, antes de fatuo galán, es ahora la forzada mueca de quien se ve perdido. Intenta una burla: “¿Le duelen los pies?”. “No. Lo que me está empezando a doler es la cabeza”. Unas señoras oyen eso en la mesa vecina y meten la cara en el abanico para que el hombre no vea que se ríen. El tipo advierte aquello y enrojece. Su siguiente pregunta es ya una retirada: “¿Entonces no baila?”. “No”. Un último, desesperado intento: “¿A poco tiene novio?”. Y entonces cae la tempestad. La madre de la muchacha ha estado muda. Ni siquiera ha dado señales de seguir aquel diálogo sin diálogo. Pero esa última pregunta la encalabrina.

¿Acaso su hija, tan en edad de merecer, es tan fea como para no tener novio? La insolente pregunta del sujeto la encalabrina, la subleva. Se revuelve furiosa como arpía, se echa al hombro la punta del rebozo y da respuesta, ahora sí por cuenta propia, al individuo. Le dice con voz recia: “¡Pos a poco no, cabrón!”. FIN.

CATÓN

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