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Hace (35) meses
Crónica de crímenes
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Ese no es un tipo que se equivocó. Benjamín Saúl Huerta Corona es un criminal. Un depredador que no ha tenido el menor sentimiento de piedad al destrozar la vida de varios adolescentes. El número de sus víctimas crece día a día. Y estremecen los relatos de jovencitos de 15 años que van de la perversión a la escatología.

Y no es un linchamiento precipitado. El propio legislador aceptó sus culpas luego de que se protegió con su fuero, cuando lo cercó la policía en un hotel de la colonia Juárez, a donde se llevó a su víctima luego de narcotizarlo. Peor aún, exhibió hasta dónde puede llegar su bajeza al intentar negociar con la madre: “Se lo voy a pagar con creces. No me destruya”, le suplicó el hipócrita. Luego, Morena intentó el más estúpido control de daños de que se tenga memoria.

A ver: Huerta Corona no era un diputado cualquiera. Resulta que se trata ¡oh paradoja, del secretario de la Comisión de Justicia! Así que el coordinador morenista en San Lázaro, Ignacio Mier, salió a defenderlo con un argumento infame: “No lo hizo en su función como diputado federal, lo hizo en su vida personal y yo no me meto en la vida personal”. A tamaña estupidez han seguido las consabidas peticiones de separarlo de su bancada, de solicitar su desafuero y otras medidas que buscan tender una cortina de humo. Pura tramitología y nada de humanismo: ¿o alguien ha oído decir a los dirigentes de Morena, a los morenistas cómplices que ahora callan como momias o al propio presidente López Obrador: estamos indignados; estamos avergonzados y exigimos justicia?

Si creen que exagero sobre los crímenes de este ser abominable, déjenme decirles que sé de lo que hablo. Porque lo viví en carne propia.

Tenía 17 años y era dirigente nacional juvenil de una organización católica.

Fue el mismo maldito modus operandi de ahora. Solo que a mí me ocurrió con un alto jerarca de la iglesia. Me llevó al entonces hotel Regis en la Alameda, con el pretexto de recibir a una delegación de la Orden proveniente de Estados Unidos.

Luego me pidió que subiéramos a una habitación para hacer tiempo mientras llegaban. Ya ahí nos sentamos en un sofá y comenzó a ponderar mis supuestas cualidades mientras me daba palmaditas en las piernas. Cuando empezó a subir hacia mi centro, se generó en mí un debate instantáneo: aquello estaba ocurriendo, pero no era posible; no viniendo de monseñor, un hombre tan bueno y santo. Solo cuando intentó extraer mi pene ya no tuve dudas. Pero estaba paralizado. No podía moverme ni un centímetro. Años después me explicaron cómo el terror congela sangre y músculos. Entonces rogué con todas mis fuerzas: le pedí a Dios que me enviara la energía para librarme de las manos de aquel monstruo; así que pude salir corriendo de esa trampa y bajar a trompicones la escalera y salir por fin a la calle y echar andar hacia el instintivo sur de la ciudad. Cuando cobré conciencia estaba en Insurgentes y Guadalupe Inn y había recorrido muchos kilómetros y horas de sonambulismo en el tráfico. Me eché a llorar incontrolablemente.

Solo mi fe en Dios, mi familia, la pasión por mi trabajo y amigos fraternos me han ayudado a superar ese capítulo de mi vida. La herida se cerró. Pero la cicatriz ahí está. Y la pesadilla también.

Nunca le he deseado mal a nadie. Pero ojalá que coincidan la justicia de arriba y la de abajo. Y que el demonio de Morena, Benjamín Saúl Huerta Corona, se pudra en la cárcel.

 

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