Cien años del maestro

 
Hace (30) meses
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Augusto Monterroso decía que el humorista debe hacer pensar y a veces “hasta hacer reír”. Para él, la ironía era un recurso de la inteligencia. Enemigo de la solemnidad, ejerció el magisterio de quien enseña sin esfuerzo, convirtiendo la conversación en una cátedra sutil.

El gran escritor satírico dirige sus mejores dardos a sí mismo. Monterroso no quiso castigar costumbres, sino exhibirlas; retrató a la especie humana a través de los animales de La oveja negra y demás fábulas. Habló con empatía de los defectos ajenos y en forma divertida de los propios. Su baja estatura y su invencible timidez hacían que dijera: “prefiero que me pasen por alto”.

En la década de los setenta coordinó un taller de cuento en la UNAM. Tuvo tal éxito que la tertulia se transformó en asamblea de cuentistas. Los visitantes llegaban atraídos por los aforismos del maestro, repetidos con una constancia que hoy llamaríamos “viral”. Uno de ellos: “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista”.

Todo mundo lo llamaba Tito. Si le pedían que deletreara su nombre, decía: “T de Tito, i de Tito, t de Tito, o de Tito”. Su imagen pública era la de alguien que no se toma en serio y escribe cuentos perfectos con la naturalidad de quien se afeita. Se preciaba de ser autodidacta y de no haber leído un solo libro por obligación.

Sin embargo, esta personalidad se sustentaba en un riguroso sentido del oficio. Ante un texto, era implacable.

Podía hablar diez minutos sobre la pertinencia de una coma o dedicar el taller entero a un adjetivo. La mayoría de quienes se enfrentaron a su juicio dejaron de escribir o buscaron cenáculos donde los aplaudieran con facilidad. Los nuevos alumnos, que desconocían sus exigencias, siguieron llegando hasta que eso se volvió incontenible. El maestro repudió a los “turistas del cuento” y fundó un taller restringido a tres cuentistas en la Capilla Alfonsina. Rodeado de la inmensa biblioteca del autor de Visión de Anáhuac, recibía a aspirantes que llegaban por concurso.

Mi vida cambió al ser admitido a ese santuario. Monterroso tenía entonces tres libros publicados. El primero había sorprendido desde el título, Obras completas (y otros cuentos). Los otros eran La oveja negra y demás fábulas y Movimiento perpetuo. Como su amigo Juan Rulfo, era un magnífico autor escaso. No parecía preocupado por ello. Cuando Marco Antonio Campos le preguntó en una entrevista por su método de trabajo, contestó: “Ninguno”, y en su texto “Fecundidad” canceló sus ilusiones de autor prolífico: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”. Con los años, publicaría más libros sin pronunciar las frases ampulosas que sus colegas decían en aquella época, más cercanas al vudú que a la escritura: “Le arranqué palabras a la noche” o “Vencí a mis demonios”.

Monterroso fue un ejemplo en la escritura y en la ética intelectual. Por razones políticas, conoció la cárcel en Guatemala, se exilió en Chile (donde Neruda lo buscó después de leer un cuento suyo) y se estableció en México. Hablaba sin vanagloria del momento en que repartía propaganda clandestina y, ante la llegada de la policía, tuvo que comerse un volante. “Siempre me han gustado las letras”, decía.

Admirado por Italo Calvino, quien señaló que “El dinosaurio” era el mejor ejemplo de la brevedad literaria, nunca se vio a sí mismo como “personaje”. Desconfiaba de las teorías pretenciosas y prefería el modo socrático de quien piensa al dialogar. Su libro de conversaciones Viaje al centro de la fábula es un doctorado en Letras.

Monterroso repudiaba los sueños literarios porque fomentan la arbitrariedad. Sin embargo, como el inconsciente es incontrolable, sus alumnos no dejamos de soñar con él. Tal vez por el respeto que nunca dejará de inspirarme, cuando duermo repite lo que me dijo en vida. En rigor, se trata de recuerdos.

En un sueño reciente comenté que estaba leyendo a un abstruso novelista. “¡Es la literatura del futuro!”, exclamó. “¿De veras se va a escribir así?”, le pregunté. “Es que en el futuro no va a haber lectores”, sonrió.

El 21 de diciembre Augusto Monterroso cumpliría cien años. En cada diálogo, dejó una fábula. Moralista clásico, diagnosticaba problemas y ofrecía remedios. Anunció que dejaríamos de leer y dejó el mejor motivo para seguir haciéndolo.

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