Alegría y decepción
 
Hace (50) meses
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El 2020 reitera un contundente número redondo y exige por duplicado que nos “caiga el veinte”.

¿Hay manera de superar las malas noticias que recorren el planeta? Antonio Gramsci propuso combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad para enfrentar las encrucijadas decisivas. La fórmula es perfecta pero difícil de aplicar.

Durante 365 días damos la vuelta al sol sin sufrir mareos. El 31 de diciembre padecemos el vértigo de revisar lo que hemos hecho o dejado de hacer. Después de las doce uvas emblemáticas, el ser humano se debate entre el pesimismo y el optimismo.

Ante las inciertas cosas que vendrán, conviene recordar dos actitudes encontradas sobre la manera de encarar el destino, una forjada en la inteligencia, otra en la voluntad.

Arthur Schopenhauer dedicó su mente impar a entender el horrendo enigma de estar vivo. A principios del siglo XIX, visitó en Weimar al escritor Christoph Martin Wieland. Wieland le desaconsejó que estudiara filosofía por tratarse de una disciplina “poco sólida”. Schopenhauer le respondió: “La vida es una cosa miserable: me he propuesto consagrar la mía a reflexionar sobre ello”. Misántropo ejemplar, evitó el conflictivo contacto con los otros y se adentró con valentía en las tinieblas de la especulación filosófica.

“Inteligencia, soledad en llamas”, escribió José Gorostiza. Pensar es un dolor no siempre compartible. Wilhelm Gwinner, albacea de los textos de Schopenhauer, dijo a propósito de la condición intelectual: “Que tales hombres geniales, a pesar de esa independencia e integridad, alcancen más raramente la felicidad que las personas comunes es un hecho comprobado desde tiempos inmemoriales”. Y el propio Schopenhauer escribió: “El humor sombrío que con tanta frecuencia se observa en los espíritus altamente dotados tiene su símbolo en el Montblanc, cuya cima está casi siempre nublada”.

En forma complementaria, en la película Annie Hall, Woody Allen observa a una pareja perfectamente feliz y pregunta cuál es su secreto: “Es que los dos somos idiotas”, le responden.

¿Podemos analizar predicamentos con lucidez y pasarla bien? El autor de El mundo como voluntad y representación encontró el reverso de su actitud en su madre, la escritora Johanna Schopenhauer. Alegre y sociable, Johanna presidía animadas tertulias literarias y publicaba novelas que, a los ojos de su hijo, tenían el defecto de ser populares. Su éxito y su dicha eran para el filósofo signos de irresponsabilidad.

Johanna disfrutaba la vida, salvo por un detalle: su hijo. El 13 de diciembre de 1807 se armó de valor y escribió una carta para impedirle que volviera a hospedarse con ella. Se trata de un documento esencial sobre dos maneras de entender la realidad. Johanna reconoce la admirable superioridad intelectual de su hijo y describe lo difícil que es vivir con él. El mal humor del filósofo entra en conflicto con su carácter jovial: “Cada vez que te ibas respiraba tranquila, porque me ahogaban tu presencia, tus quejas sobre cosas inevitables, tus caras largas, esos juicios extravagantes que pronuncias como si fueran sentencias oraculares sin que nadie pueda objetarles nada”. Renuncia a hospedarlo en su casa, pero lo invita a cenar, “siempre que dejes aparte ese enojoso gusto tuyo por la disputa que tanto me crispa, lo mismo que todas esas lamentaciones sobre el necio mundo y la miseria humana que siempre me hacen pasar luego mala noche y tener sueños desagradables, y ya sabes que a mí me gusta dormir bien”.

La actitud de Johanna puede ser vista como una frívola evasión ante los desastres que exigen una insomne conciencia crítica, como una intrépida y resistente capacidad de disfrutar sin ignorar el drama, como una estrategia para lidiar con un hijo genial e insoportable o como una mezcla de todo eso.

Días antes de que comenzara el redondo 1808, el optimismo y el pesimismo entraron en tensión en una casa alemana. Acaso influido por el cuestionamiento de su madre, ese año Schopenhauer escribió su único poema de amor, dedicado a la actriz Karoline Jagemann. Ahí dice: “Mi pena sería una dicha/ si asomaras a la ventana”.

Ante los inclementes desafíos de 2020, vale la pena recordar que incluso el más riguroso de los seres lúgubres fue capaz de distinguir la ventana de la dicha.

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