A duras penas
 
Hace (72) meses
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Leovigildo casó con Febronia, mujer mayor que él, hembra apasionada, ardiente, lúbrica. Pese a ser tan cachonda -perdonen la franqueza- la novia no había conocido amor de lecho, y cuando lo probó le gusto tanto que le hacía a su flamante maridito solicitaciones que él a duras penas podía satisfacer, pues su insaciable dulcinea le demandaba cada día tres turnos de trabajo. Ya andaba el pobre todo guango, vale decir desmadejado, laso, decaído. Una noche, después de la tercera acción, Febronia le preguntó, mimosa: “¿Qué vas a querer para nuestro primer mes de casados?”. Respondió con voz feble el lacerado: “Llegar”. La esposa de don Chinguetas se enteró de que su marido cortejaba a la joven vecina de al lado. Le preguntó a su casquivano cónyuge: “¿Qué no te basta con hacer el ridículo conmigo?”.

El león, rey de la selva, amenazó al elefante. Le dijo: “Hice una lista de los animales a los que voy a partirles el hocico, y tú estás en ella”. El elefante lo enredó en su trompa y levantándolo en alto le contestó furioso: “¡Y yo voy a partirte tu madre!”. Muy apurado pidió el león: “Bueno, elefantito; si no quieres estar en la lista entonces bájame para borrarte”. Luisa Lane, la novia de Supermán, le aseguró, nerviosa: “Te juro que no sé qué hace un traje de Batman al lado de mi cama. Debe ser un error de la tintorería”. La meserita tropezó y derramó la taza de café en la entrepierna del cliente. “¡Perdone!” -se disculpó muy apenada. “No te preocupes -la tranquilizó él-. Sólo dime: el café que me cayó ahí ¿es regular o descafeinado?”. Respondió la muchacha: “Regular”. “¡Qué bueno!” -se alegró el señor. “¿Por qué?” -se extrañó la meserita.

Explicó el otro: “Hoy en la noche tengo un compromiso amoroso, y quizá con el café esta cosa se mantenga despierta”. La nostalgia es color sepia. De ese color eran los retratos de antes, aquéllos de bodas en que la novia se veía triste y el novio se veía propietario; aquéllos del niño muerto cuya madre contenía las lágrimas que se le desbordaban, y sonreía por obligación cuando la felicitaban porque ahora tenía un angelito en el Cielo. Mis nostalgias -tengo muchas, comenzando por las de mañana- no son de color sepia: son de todos colores, como las películas, como la vida, como el mundo. Nostalgia color de oro de la paja en que jugábamos, niños en vacaciones, libres de servidumbres escolares, en los trigales del rancho San Francisco. Nostalgia color verde de los ojos de aquella muchachita adolescente que me cantaba, sugestiva, la canción “Multiplicando”. Nostalgia rojo vino de las noches de letra y música con los amigos que se fueron ya. Ayer, sin embargo, tuve una nostalgia en blanco y negro.

He aquí que en un supermercado hallé un whisky en cuya etiqueta se ven dos pequeños perros, uno negro y otro blanco. De inmediato me vino a la memoria la vez en que a mi padre alguien le regaló una botella de ese whisky. Traía como obsequio esos perritos hechos de un material novísimo que se llamaba plástico. Llevaban un imán, y se movían sobre la mesa cuando por abajo tú movías otro imán. Mi padre no era bebedor de whisky. Él era de ron en el verano y tequila en los días del invierno. Dos cubas o dos caballitos. Nada más. Y los domingos una cerveza en la comida, lujo semanal. Pero lo poco, cuando se goza bien, es mucho, y al revés: la abundancia le quita gozo al goce. Así aprendí a gozar la vida día a día, gota a gota. Ahora soy rico en nostalgias. Unas son de color sepia, las de antier. Otras en Technicolor, las de ayer. Y ésta en blanco y negro, la de los perritos que hoy me volvió a regalar mi padre. ¿De qué color irán a ser mis nostalgias de mañana?… FIN.

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